“Me ahogo” fue la expresión de Óscar Núñez cuando le diagnosticaron una enfermedad renal que lo condenaría a depender de un riñón artificial por el resto de su vida de permanecer en Venezuela, país donde el 80% de las unidades de diálisis y hemodiálisis están fallando, de acuerdo con el monitoreo de la Sociedad Amigos Trasplantados de Venezuela.
“Me dolió porque no fue culpa mía, me enfermé por una decisión del Gobierno”, enfatiza. El desabastecimiento de antirretrovirales, entre 2016 y 2017, lo obligó a interrumpir el tratamiento. En ese lapso su sistema inmune decayó y lo primero que destruyó el virus fueron sus riñones. Óscar lidia con el VIH desde hace 12 años. No recuerda un momento más crítico que el que pasó en Venezuela durante esos años.
“Cuando por fin llegaron los medicamentos yo comencé a sentirme mal. Nos dimos cuenta de que, por la interrupción, el virus hizo resistencia al tratamiento y nos tuvieron que cambiar a otro esquema… Pero yo ya tenía daño renal”, relata.
Óscar es uno de los 21 mil venezolanos que dependen de diálisis y hemodiálisis para poder vivir. La cifra es del último informe conjunto de la ONG Codevida y la Sociedad Amigos Trasplantados de Venezuela.
Lo siguiente fue aceptar que su vida no sería la misma, que debía ajustar sus planes a esa nueva realidad: hemodiálisis tres días a la semana, ingerir al menos tres fármacos al día, la angustia de no saber si llegarían o no los insumos, si se iría o no la electricidad, si habría o no servicio de agua por tuberías, si podría o no cumplir con la dieta para mantener estables sus niveles de fósforo, sodio y potasio.
Tuvo que renunciar al departamento de delitos informáticos del Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (Sebin), en el cual trabajaba desde hace al menos una década.
El miedo acompañaba a Óscar todas las veces que suspendieron sus diálisis por falta de insumos, fallas eléctricas o la avería de alguna máquina. O cuando tuvo que recorrer 119,7 km (una hora y media de camino) tres días a la semana desde Puerto Ordaz —localidad donde residía— hasta Ciudad Bolívar, en el estado Bolívar fronterizo con Brasil, para poder ser atendido en la única unidad en todo el oriente del país que tiene dos máquinas habilitadas para personas seropositivas: la Unidad de Hemodiálisis del Hospital Julio Criollo Rivas, del Complejo Hospitalario Universitario Ruiz y Páez, el más importante de la región Guayana.
Óscar estaba seguro de que, si la falta de diálisis no acababa con él, lo haría la ansiedad.
Ante la falta de combustible y la suspensión del transporte interurbano durante la cuarentena por la pandemia de COVID-19, resolvió mudarse con su madre, Luisa Flores, de 63 años, a un anexo en Ciudad Bolívar para poder estar más cerca de la unidad de hemodiálisis.
El gasto mensual que implicaba mudarse cerca del centro de diálisis supera los 200 dólares que, para un ingeniero informático desempleado y una enfermera jubilada del Instituto Venezolano de los Seguros Sociales (IVSS), se hacía cada vez más difícil asumir. La cifra equivale a casi 55 salarios mínimos en Venezuela.
Había que lidiar con eso al mismo tiempo que con las terapias incompletas, pues Óscar también dependía de tres medicamentos que casi nunca estaban disponibles en el sector público: nifedipina (19 dólares), clonidina (3 dólares) y carvedilol (4.5 dólares), tres fármacos claves para el control de la hipertensión arterial; un problema que Óscar desarrolló después de la interrupción del tratamiento antirretroviral.
Cuando sus riñones colapsaron, tuvieron que recetar otro esquema ARV que no contuviera tenofovir (contraindicado para personas con problemas renales). Entonces comenzó a tomar abacavir, un antirretroviral que provoca daño cardíaco en algunos pacientes. Este antirretroviral era su única opción en Venezuela para reemplazar el tenofovir.
Aquella interrupción de tratamiento provocó que Óscar terminara padeciendo de los riñones y el corazón.
A veces, a Óscar lo dializaban solo por tres horas, de las cuatro que dictan estándares internacionales, por fallas en los equipos de diálisis, cortes eléctricos, falta de insumos y exceso de cupos ante el cierre de otras unidades de diálisis.
“Entre septiembre y octubre de 2022 la situación fue muy crítica. A los pacientes nos dializaron dos horas y el último día ya me sentía mal porque no era una diálisis efectiva”, recuerda.
Roraima / Correo del Caroní