Luego de separarse de su esposo, Marga González se dedicó a levantar a sus tres hijas. Crecieron y se hicieron profesionales: una abogada, una odontóloga y otra contadora pública. La madre sentía que era el resultado de su esfuerzo. Con el tiempo, dos de las hijas se fueron de la casa y dejaron de interesarse en ella. A sus 63 años, entendió que no puede haber obligación en el amor.
Sacaba el polvo de las habitaciones, ponía las cosas en orden… Afanada en los oficios del hogar, a Marga González le pareció de pronto que la casa —esa casa de Maracay donde vio a sus hijas crecer y convertirse en profesionales— se le había quedado demasiado grande. Tuvo la sensación que era una caja donde resonaban ecos de tiempos mejores. Sola, aquella mañana de 2013, Marga, a sus 55 años, se sintió triste y afligida.
Ni siquiera cuando se separó de su esposo, con quien compartió 15 años de matrimonio durante los cuales tuvo a sus tres hijas, se sintió tan mal. Aquella vez más bien se recompuso rápido. Siguió adelante porque, como se decía a sí misma, alguien debía velar por las muchachas, que entonces eran unas adolescentes que estaban en el colegio.
Marga alternaba las labores de la casa y el cuidado de las chicas con los encargos de costura que le hacían. También trabajaba como taxista. Con las ganancias que obtenía, podía darles lo que ellas necesitaban. Las atendía con esmero: se levantaba bien temprano para tener a tiempo la comida: les preparaba arepas y empanadas, sus desayunos favoritos.
Con su apoyo, las tres cursaron carreras universitarias y se graduaron: María se hizo abogada; Cristina, odontóloga; y Tatiana, contadora pública. Marga estaba contenta de que cada una hubiese logrado su título. Sentía que eran los resultados de su esfuerzo.
Pero ahora que años después no las tenía, se preguntaba si realmente había valido la pena tanto sacrificio.
Al crecer, las hijas dejaron de prestarle mucha atención a la madre. Se dedicaban más a sus trabajos que a cualquier otra cosa. Se levantaban temprano, salían por la mañana y regresaban a casa muy tarde por la noche.
Así comenzaron a distanciarse cada vez más. Casi no se veían ni se hablaban. Apenas compartían.
Todo terminó de cambiar cuando las dos más pequeñas decidieron mudarse. Cada una se fue con su pareja. Cristina estaba de novia con un policía. Tatiana se había enamorado de un joven albañil que conoció en su trabajo. La primera se iba a vivir a casa de su suegra y la segunda alquilaría un anexo con su novio.
Marga estaba sorprendida, no solo porque se fueran, sino también porque no conocía a ninguno de los dos hombres. Ella sabía que algún día sus hijas tendrían que marcharse de su lado para formar sus familias. Pero no estaba de acuerdo con que las cosas fuesen de esa manera. Sin embargo, no les dijo nada: no se opuso ni pidió explicaciones.
Con el transcurrir de los días, la sorpresa se le fue transformando en tristeza.
María, la hija mayor, de 30 años, seguía en la casa, pero tenía un trabajo que ocupaba todo su tiempo. Con ella tampoco Marga hablaba más allá de lo esencial. No son del todo comprensibles las formas del instinto maternal: la madre extrañaba a Cristina y a Tatiana, y no parecía notar que la mayor continuaba allí, un poco más cerca de ella. Y solía justificar su afinidad con las “niñas menores” diciendo que Cristina era asmática de pequeña y a Tatiana fue a la única de las tres a la que pudo amamantar.
Marga dejó de salir de la casa. Ya no hablaba con sus vecinos. Prefería quedarse a solas, como encerrada en su tristeza. Había días en los que permanecía en la cama, y se le pasaban las horas pensando, una y otra vez, en el pasado junto a sus hijas. Preguntándose en qué había fallado, qué había hecho mal.
A veces, sentada en uno de los sillones de la sala, se quedaba mirando el teléfono de la casa por largo rato. Esperaba que repicara. Que, al levantar el auricular, del otro lado se escuchara la voz de Cristina o de Tatiana. Que le contaran lo felices que eran.
Pero el teléfono rara vez sonaba.
A veces era María, que llamaba desde el trabajo para preguntarle cosas de la casa, como el pago de algún servicio, o para asegurarse de que todo estuviese bien. Porque en aquellos meses, a comienzos de 2013, los robos a plena luz del día eran frecuentes en ese sector de Maracay, y María sabía que una mujer sola en una casa era un blanco fácil para los delincuentes.
Allí Marga pasaba los días. Fumando. Sentía que era lo único que calmaba un poco su ansiedad. Encendía un cigarrillo tras otro, y fumaba más de lo que se alimentaba. Ya no tenía apetito.
Fue por ese tiempo que comenzó a sentirse mal. Unos malestares que cada vez eran más frecuentes. Tenía dolores de cabeza que no se aliviaban ni tomando pastillas para migraña. Solía suceder que, por las mañanas, su visión fuese borrosa, y tuviese mareos tan intensos que no le permitían siquiera sentarse en la cama. Aunque se sentía realmente mal, no le comentó nada a nadie.
El 14 de junio de 2013 María salió bien temprano, se subió a su carro y de pronto sintió miedo. Fue una corazonada que en ese momento no supo comprender. Solo se persignó, se encomendó a Dios y a la Virgen, y condujo a su trabajo.
Ya en la oficina, donde era analista financiero, se le erizaba la piel y continuaba con esa sensación de que algo no estaba bien. Estaba preocupada, nerviosa. Llamaba a su casa, pero su mamá no contestaba, cosa que la inquietó más aún. No tenía el número de ningún vecino para que le hiciera el favor de acercarse a ver si todo estaba en orden. Por eso, pidió permiso a su supervisor para ir ella misma a corroborar por qué Marga no contestaba el teléfono.
Al llegar a la entrada de la casa, sintió un vacío en el estómago, el corazón le latía con más fuerza, sus manos estaban frías y le sudaban. Fue directo al cuarto de su mamá: allí no estaba. Se dirigió a la cocina y se estremeció cuando vio a Marga tirada en el piso, con un hilo de saliva escapando de su boca. María la llamaba por su nombre y le daba golpecitos en las mejillas, pero no respondía.
De inmediato, y movida por los mismos nervios, cargó a Marga en brazos para llevarla a su carro. Quizá por la angustia le pareció que no pesaba tanto. Desesperada, condujo hasta el hospital.
Al llegar, la ingresaron a la unidad de cuidados intensivos, donde le conectaron sondas, un respirador y vías endovenosas para administrarle el tratamiento que requiriera.
María estaba desconcertada, tenía mucho miedo. Los médicos le explicaron que su madre había sufrido un derrame cerebral. No le dieron un buen pronóstico: era posible que no sobreviviera. El neurólogo le dijo que a Marga solo la salvaría un milagro y sus ganas de vivir.
Después de llorar, llamó a sus hermanas para contarles lo que había pasado y lo delicada que estaba su madre. Pero Cristina y Tatiana no respondieron como ella esperaba. Le dijeron que estaban muy ocupadas para atender a Marga; que entre sus trabajos y sus parejas no tenían espacio para encargarse; que como ya ella estaba allí, podía seguir al pendiente y hacerse cargo de lo que hiciera falta.
Ni María podía entender por qué tanto desapego.
Durante días, Marga no despertó. Tendida e inmóvil sobre una camilla, permanecía inconsciente. María decidió renunciar a su trabajo para dedicarse de lleno a su madre. Le esperaban largos días en el hospital. Su jefe no le aceptó la renuncia y continuó pagándole el sueldo.
La recuperación fue lenta, pero con los tratamientos que indicaban los neurólogos e internistas Marga fue superando el cuadro crítico. Poco a poco, fue recuperando la conciencia.
María permaneció con su madre todo ese tiempo de la hospitalización. Comenzó a pensar que ahora tendrían que estar más unidas. Aunque nunca antes fue muy religiosa, se aferraba a Dios para encontrar la fortaleza que necesitaba. Cada vez que Marga daba señales de recuperación, ella oraba y agradecía a Dios la oportunidad que les estaba dando.
Hasta que, dos meses después, la dieron de alta.
Marga ahora tiene 63 años. Han pasado 8 años desde que su vida cambió. No volvió a ser la mujer aguerrida que era capaz de manejar su carro por toda la ciudad con tal de conseguir el dinero para cubrir los gastos de la familia. La mujer que al llegar se sentaba frente a la máquina de coser para seguir trabajando y redondeando sus ingresos. Nunca ha dejado de extrañar a sus dos hijas. María sí conversa con ellas por teléfono de vez en cuando. Así saben que Cristina y Tatiana se convirtieron en madres y ahora tienen menos tiempo y ganas de saber de su madre. No han vuelto siquiera a visitarla.
Como consecuencia del derrame cerebral, Marga quedó cuadripléjica. No puede caminar, está inmovilizada en cama y depende totalmente de María. Las dos sienten que superaron el momento más crítico de la enfermedad, y pudieron hacerlo porque estaban juntas.
Como quería atender ella misma a Marga, María montó una bodega en la casa. Además de las secuelas físicas, están las heridas del corazón que han ido cicatrizando lentamente. A veces, cuando Marga habla con María, le agradece todo lo que ha hecho por ella y se arrepiente de haber fumado tantos cigarrillos.
Ya no pregunta por sus otras hijas. En el fondo entendió que a nadie se puede obligar a amar, ni siquiera unas hijas a su propia madre. Y se siente mejor.
Eugenia Morales / La Vida De Nos