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“Lloré en muchas oportunidades, maldije y volví a llorar”

septiembre 26, 2018
La frontera colombo-venezolana se ha vuelto una vía de escape para muchos / Foto: Cortesía

Mi nombre es Samantha Palacios. Tengo 26 años. Soy venezolana, nací en Caracas. Antes de salir del país, vivía en Los Valles del Tuy, estado Miranda, con mi madre. Era estudiante, cursaba el cuarto semestre de Trabajo Social en el Colegio Universitario de Caracas.

Salí de Venezuela el 8 de mayo de 2018, con la oleada de personas nerviosas por las elecciones presidenciales que se llevarían a cabo el 20 de ese mes. Luego fueron ocho horas, 15 horas, 10 horas de cola para poder pasar cada una de las tres fronteras: Colombia, Ecuador y Perú. Cada minuto me alejaban más y más de mi hogar. Cuando comencé a caminar por el puente Simón Bolívar en la aduana de San Antonio miré hacia atrás. Arriba, un cielo azul tan claro que no volví a ver durante todo el viaje. Frente a mí, el caos de Cúcuta. Me recordó estar en Catia, mucha gente, los taxis, las motos, el calor, los vendedores, los carritos de comida y atrás las montañas del Táchira.

Lloré en muchas oportunidades, maldije y volví a llorar. Aunque vi en mi camino la paz de las carreteras, también observé a uno que otro venezolano que no tuvo, como yo, la suerte de poder pagar un pasaje y viajar “cómodo”: iban a pie durante el día y de noche dormían en las autopistas.

Después de ocho días de viaje, llegué a Lima y lo primero que hice fue ir a ver a mi hija de cuatro años, quien había salido seis meses antes con sus abuelos. Ella corrió hacia mí y me dijo: “Mamá pensé que nunca ibas a venir”. Eso rompió mi corazón.

La verdadera odisea

El segundo día empezó la verdadera odisea. Viajé con una compañera de la universidad. Nos recibió un primo de ella, el cual vivía en una habitación. El muchacho nos dio su cama, mientras él ponía una cobija en el piso y dormía allí. Me tocó caminar por días, buscando algo en lo que pudiera trabajar rápido.

Salté de lugar en lugar, obteniendo sólo rechazos. Hasta que encontré un empleo, y no me fue bien. “Si no te acuestas conmigo no te pagaré y piénsalo porque tu familia se está muriendo de hambre en Venezuela“, me dijeron.

En otros lugares simplemente, al finalizar la jornada, sólo me soltaban un: “No vengas mañana”. Fueron 20 días de verdadera desesperación. Me sentía mal, quería regresar o morir. Ya no sabía ni lo que realmente quería, hasta que encontré el lugar donde estoy trabajando actualmente. Es un hotel sencillo, ubicado en el centro de Lima. Trabajo seis horas diarias desde las 7: 00 de la noche hasta la 1:00 am y al salir camino (a veces tomo un bus) hasta donde vivo, lo cual queda aproximadamente a 12 cuadras.

Gano poco más de sueldo mínimo por trabajar en la noche. 300 dólares, equivalentes a 950 soles. Con ese dinero pago la mitad del alquiler de la habitación donde vivo con mi amiga. Semanalmente le doy dinero a mi hija, y con eso aporto para sus gastos de colegio, comida y los días domingo salgo con ella a pasear a algún lugar nuevo para recuperar los meses que no la vi. También envío dinero a mi casa. Envío la remesa a mi mamá. Ella me agradece. “Gracias a ti puedo comprar muchas cosas hija. Si no fuera por ti ya yo no sabría qué hacer“, me dice.

Estando acá pude enviar dinero a mi hermana, que vive en el estado Zulia, con mis tres sobrinas (dos niñas y una adolescente), para ayudar con la promoción de bachillerato de la mayor. Ella lloraba, pues no tenía dinero para pagar los gastos. Por suerte pude yo hacer eso por ella. Y el día que se graduó me envió las fotos y me dijo: “Gracias, te lo voy a deber siempre”.

Siempre que hablo con mi mamá (y cuando no también), siento un dolor y un vacío en el pecho que nada lo calma. Suelo llorar un par de horas como para drenar un poco la tristeza, para luego darme cuenta de que ya es hora de bañarse con agua congelada para ir a trabajar.

Esa tristeza se calma, parcialmente, al darme cuenta de que aunque sea poco, de una forma u otra, he podido ayudar a personas que son de mucha estima para mí. No sólo a mi familia cercana, también a un par de amigos muy especiales en mi vida, de los cuales uno de ellos no estaba bien de salud cuando me vine.

Cuando compras, sientes el placer de tener algo que te gusta, pero también sientes culpa y te duele no poder compartirlo con las personas que amas.

A veces pienso no sólo en regresar sino que viviré de nuevo entre el ruido, el bochinche, la risa, los “bueeenaaas” cuando entras a cualquier lugar, las camioneticas, el metro, las mototaxis, todo lo que nos hace ser nosotros y que, realmente, afuera no existe. Pronto, algún día; todos regresaremos, pero no a volver a ser lo que éramos, sino a construir un nuevo destino en nuestras vidas y a no permitir que nada nos vuelva a hacer daño.

Caracas / Carlos Seijas

 ET 

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