Apoyada contra la pared de un hospital para no perder el equilibrio, Elena Suazo se puso pantalones protectores azules. Luego un delantal quirúrgico y guantes blancos. Finalmente estuvo lista para ingresar al pabellón de los pacientes con COVID-19.
Suazo no es una enfermera. Es una empleada de la cafetería de un jardín de infantes de Caracas.
También es una buena hija, cuyo padre, de 76 años, la esperaba adentro. En este país donde nada funciona, la única forma de asegurarse de que un paciente recibe la atención que necesita es que ella misma se ocupe, sin importar los riesgos a los que se expone.
“Una por amor hace lo que sea”, expresó Suazo, quien tiene 47 años. “Y si la persona es parte de tu familia, actúas más rápido”.
Los hospitales de la otrora rica Venezuela carecen de suficientes médicos y enfermeras para hacer frente a la pandemia del coronavirus. Miles de médicos y otros trabajadores de hospitales emigraron en los últimos años y se cerraron pabellones en algunos hospitales. Otros siguen funcionando, pero están desbordados.
La escasez de personal hace que los familiares de los pacientes llenen el vacío que hay en los centros médicos que atienden a los más pobres, como el Hospital José Gregorio Hernández de un barrio de Caracas. Allí alimentan a los pacientes, los bañan y les cambian las sábanas, tareas que normalmente desempeña el personal de los hospitales.
Se permite a los familiares de los ancianos y de los pacientes más débiles tres visitas diarias, pero deben procurarse su propio equipo protector.
Suazo terminó de vestirse junto a una mesa en la entrada del pabellón del COVID-19 y miró al guardia apostado allí, quien la autorizó a ingresar. Suazo tomó sus bolsas con caldo de pollo, sábanas limpias y elementos para limpiar y atravesó la pesada puerta.
“Hay que atenderlo rapidito, cambiarlo, darle la comida y salir otra vez”, comentó. “Una no se puede quedar uno mucho tiempo allí adentro”.
Cotidianidad
Este tipo de cosas no son inusuales en los países pobres, en lugares como Sudán del Sur y la República Democrática del Congo, en el África Subsahariana, según expertos en temas de salud. Pero es algo nuevo en Venezuela, que supo ser una nación rica, con las reservas de petróleo más grandes del mundo.,
Los detractores del gobierno dicen que 20 años de una revolución socialista iniciada por el finado Hugo Chávez destruyeron la producción de petróleo y dieron paso a una profunda crisis económica. Recientes sanciones financieras de Estados Unidos al gobierno de Nicolás Maduro agravaron el panorama.
Se calcula que en los últimos años unos cinco millones de personas se fueron de esta nación de 30 millones de habitantes. Entre ellas unos 33.000 médicos, el 30% del total que había en Venezuela, de acuerdo con el doctor Douglas León Natera, presidente de la Federación de Médicos Venezolanos (FVM).
Cuba envió unos 2.000 especialistas en asuntos médicos para ayudar a combatir la pandemia, que se sumaron a miles de cubanos del sector médico que ya estaban aquí. Pero eso no basta.
También se fueron unas 6.000 enfermeras, según Ana Rosario Contreras, presidenta del Colegio de Enfermeras de Caracas (CEC), quien citó cifras de un estudio que hizo esa agrupación en el 2018. Acotó que esa cifra aumentó desde entonces.
Contreras dijo que con frecuencia una enfermera tiene que ocuparse de 60 pacientes, lo que es una misión imposible. Los patrones internacionales recomiendan una enfermera por cada cinco o seis pacientes.
“Hoy vivimos una suerte de pandemonio”, declaró Contreras. “Y el sueldo que nos pagan no llega ni siquiera a cubrir el costo del transporte público para ir a los hospitales”.
Personal de salud entrevistado por la Associated Press (AP) dijo que los médicos de los hospitales públicos ganan menos del equivalente a 12 dólares por mes y las enfermeras apenas seis dólares. Los turnos nocturnos generan un poquito más.
Algunos encuentran trabajo en clínicas privadas con mejores sueldos, pero una enfermera dijo que vende repuestos para automóviles para mantener a sus tres hijos. Una doctora joven que vende tortas cuando no está de turno dijo que contempla la posibilidad de irse a Chile, donde confía en encontrar un trabajo que pague un sueldo acorde a sus años de capacitación.
Hay otras razones para irse. El doctor Ramfis Nieto Martínez, de 54 años, dijo que se llevó a su familia de Venezuela hace seis años, abandonando una práctica con la que ganaba buen dinero.
Indicó que en una ocasión seis individuos armados irrumpieron en su casa y retuvieron a uno de sus dos hijos para cobrar un rescate. Tres años después, los chicos jugaban al fútbol cerca de su casa y vieron un asalto en motocicleta en el que un hombre murió tras ser baleado.
“Mi esposa me dijo ‘ya basta’”, expresó Nieto Martínez, quien hoy trabaja en Memphis, Tennessee, y sueña con volver algún día a Venezuela, cuando todo se normalice.
Sin certeza
Suazo dice que el contagio de coronavirus de su padre es un misterio.
Ex capataz de un taller textil hoy jubilado, con una gran personalidad y quien adora a sus seis hijos y 19 nietos, Gavino Suazo se cayó en su casa una noche hace dos años y se golpeó la cabeza. A pesar de una serie de operaciones, nunca pudo volver a hablar y no salía de su casa.
Hace poco, tuvo mucha fiebre y empezó a temblar. Los médicos le diagnosticaron una infección pulmonar y lo mandaron al pabellón del COVID-19 en el José Gregorio Hernández.
Elena Suazo se mudó a la casa de sus padres, en una colina cerca del hospital, para dar una mano. Su padre estaba demasiado débil como para sentarse erguido en una silla de ruedas cuando ingresó al hospital. Suazo pidió permiso para ocuparse de él en el hospital, el cual le fue concedido.
Necesitaba equipo protector y no tenía dinero para comprarlo. Como empleada de una cafetería, gana menos de dos dólares al mes, de modo que su hermano menor le compró un traje. La suegra de su hijo le dio otro, para que pueda ir al hospital dos veces al día.
Al principio no tenía nada para cubrir sus pies y usó un delantal para operaciones descartado para hacerse unas botas que se ponía sobre las sandalias. Suazo lava la ropa a mano y la tiende a secarse en el patio.
Ella y su madre cocinan el pollo que le lleva a su padre. Dos veces al día Suazo hace una caminata de unos 20 minutos por calles inclinadas. “Perdí un poco de peso por caminar tanto”, comentó.
En el hospital, Suazo se sienta en un banco al aire libre junto con otras personas que esperan turno para ingresar al pabellón del COVID-19. Mientras esperan se cuentan sus historias. Algunos se pasan afuera casi todo el día.
Caída
El deterioro de Venezuela se hace evidente en el Hospital José Gregorio Hernández, un edificio de nueve pisos construido hace 47 años, que tiene el cemento al descubierto. La pintura se está descascarando y a menudo los ascensores no funcionan. Hay pilas de basura afuera y perros dando vueltas. Quedan unas 200 camas.
Los administradores del hospital rechazaron pedidos de la Associated Press para ingresar.
Familiares de los pacientes dicen que el personal del hospital mantiene el pabellón del COVID-19 limpio. Que los médicos y enfermeras son dedicados, pero que son muy pocos. Generalmente hay tres o cuatro enfermeras para la unidad del COVID-19, que tiene 31 pacientes con el coronavirus. Empleados del hospital dicen que la misma cantidad de médicos atiende a los pacientes del pabellón y también llamadas de emergencia.
A lo largo del día, los familiares llevan comida, que guardias apostados en la entrada del hospital hacen llegar a los pacientes. Los parientes de los pacientes más débiles ingresan para atenderlos, usando equipo protector.
Luego de visitar a su abuela, Yessenia Suriel, una secretaria de 30 años, se saca un traje de cuerpo entero contra riesgos biológicos. Luce jeans y una camisa blanca bañada en sudor. Cuenta que muchos pacientes en el pabellón de su abuela no tienen nadie que les lleve comida o los bañe.
“Se sienten mal al ver a otras personas y quisiera ayudarlos”, declaró. “Pero el poquito tiempo que estoy allá adentro no los puedo ayudar a todos”.
Lizmary Moreno, mesera de 23 años, actualmente sin empleo, dice que el riesgo que corre se justifica al ver cómo se le ilumina al rostro a su abuela de 70 años, que sufre de neumonía, cuando llega ella.
“Ay, mi negra. Llegaste”, le dice la abuela.
Un día, el personal del hospital le negó la entrada porque había agujeros en su equipo protector después de tantos lavados. Moreno entró en un estado de pánico. Les imploró a sus parientes que encontrasen algo que pudiese usar. No quería perderse ni una sola visita a su frágil abuela.
El equipo que había estado usando se estaba ya deshilachando.
“Me da miedo entrar”, confesó. “Hoy siento que tengo dificultad respiratoria. No sé si será la psicosis que tengo”.
Riesgos
Los familiares que ingresan al pabellón del COVID-19 corren serios riesgos.
“En un mundo ideal, no quieres que suceda eso”, dijo el doctor Paul B. Spiegel, director del Centro para una Salud Humanitaria de la Johns Hopkins Bloomberg School of Public Health. “Si esa persona no va a recibir comida, agua y medicinas, ¿qué haces? No es algo único. Pero es muy triste”, manifestó.
Las autoridades venezolanas hablan de 800 muertes y más de 90.000 contagios de coronavirus en el país. Pero se especula que las cifras son mucho más altas en vista de que la gente a menudo se queda en su casa porque no confía en el sistema de salud.
Una cantidad alarmante de médicos, enfermeras y otro personal médico --231 personas- ha fallecido por el coronavirus en todo el país, de acuerdo con Médicos Unidos de Venezuela, una agrupación no gubernamental que procura equipo médico y condiciones laborales adecuadas.
Seis médicos y una enfermera murieron por el virus en un lapso de tres días en octubre, según informó la organización, que atribuyó esos fallecimientos a la falta de equipo protector adecuado.
“En algunos hospitales las autoridades pretenden que el médico o el equipo de salud y las enfermeras utilicen y reutilicen lo que ya se ha utilizado”, dijo el doctor Natera.
Empleados del Hospital José Gregorio Hernández dicen que ellos se han salvado, pero que el virus ha causado estragos en el personal.
El director del hospital estuvo en cuarentena tras mostrar síntomas típicos del virus. Tres enfermeras entrevistadas por la AP indicaron que se contagiaron, junto con varios familiares. Dos guardias de la entrada de la unidad de COVID-19 cuentan que también sintieron los síntomas. Dicen que otros empleados del hospital les prestan equipo protector.
El doctor Wilfredo Sifontes, quien supervisa los servicios de emergencia del hospital, incluido el pabellón del COVID-19, contó que sintió fiebre, tuvo tos y se sintió enfermo. A pesar de que supervisa el equipo para hacer pruebas de coronavirus, él nunca se hizo una y siguió yendo a trabajar. Restó importancia al virus, comparándolo con “una gripe común” que genera un pánico innecesario, según él.
Los familiares que ingresan a la unidad del coronavirus saben a lo que se exponen, indicó.
“Se les informa del riesgo para ellos y los de afuera”, aseguró. “Ellos asumen la responsabilidad”.
La historia es diferente en el Hospital Pérez de León II, que atiende a pacientes del COVID-19 en el Petare, otro barrio pobre de Caracas. Es también un hospital público, pero está patrocinado por la organización humanitaria Médicos sin Fronteras, que coordina sus actividades con el Ministerio de Salud.
La unidad del COVID-19 tiene 120 médicos, enfermeras y técnicos para 36 pacientes, incluidos seis en unidades de cuidados intensivos conectados a respiradores y sedados.
Las habitaciones tienen agua corriente y aire acondicionado. El personal sigue un riguroso protocolo en cuanto al equipo protector y el lavado de manos. Todo el personal se saca los uniformes después de su turno para evitar contagios. Psicólogos llaman a los familiares de los pacientes para informarles acerca de su estado. Los parientes no pueden ingresar a ese pabellón en este hospital.
La realidad
No hay muchos centros de salud como este en Venezuela. Algunas clínicas privadas operan siguiendo los parámetros internacionales. Pero solo los ricos tienen acceso a ellas o pacientes con seguros dispuestos a pagar 2.500 dólares diarios, si no más. Esto es 1.250 veces el sueldo mínimo que perciben la mayoría de los venezolanos.
El Hospital José Gregorio Hernández era básicamente la única opción que tenía Gavino Suazo y los cuidados de su hija hicieron que su internación fuese más tolerable.
Apenas llegaba ella le cambiaba los pañales, lo limpiaba con una esponja y le cambiaba las sábanas. Le daba el caldo con una cuchara.
“Él ya no se vale por sí solo”, expresó.
Asegura que no le molesta atender a su padre. “Tuve la dicha de tener una buena mamá y un buen papá, siempre pendiente de nosotros”, explicó.
Después de casi dos semanas, los médicos le comentaron a Suazo que su padre podía ser dado de alta. Ella consiguió un vehículo para que los llevasen a su casa en la colina.
Al salir del hospital, se cruzaron con los familiares de otros pacientes que siguen peleando contra el virus, quienes esperaban ser autorizados a ingresar.
Caracas / Scott Smith / AP