El coronavirus y las restricciones que generó están llevando al límite a comunidades que ya pasaban hambre y provocarán la muerte de unos 10.000 niños más al mes, debido a que las granjas han quedado aisladas de los mercados y los poblados dejaron de recibir ayuda alimentaria y médica, advirtió la Organización de Naciones Unidas (ONU).
En un llamado a actuar compartido con The Associated Press (AP) antes de su publicación, cuatro agencias de la ONU advirtieron el lunes que la creciente desnutrición tendrá consecuencias a largo plazo, transformando tragedias individuales en una catástrofe generacional.
El hambre acecha la vida de Haboue Solange Boue, una niña pequeña de Burkina Faso que perdió la mitad de los 2,5 kilos (5,5 libras) que pesaba en apenas un mes. Las restricciones por el coronavirus obligaron a cerrar los mercados y su familia vendió menos vegetales. Su madre estaba demasiado desnutrida para amamantarla.
“Mi niña”, susurró Danssanin Lanizou, conteniendo las lágrimas mientras desenvolvía una frazada para dejar al descubierto el cuerpo esquelético de su hija.
Más de 550.000 niños adicionales están siendo afectados cada mes por lo que se conoce como marasmo, un estado de desnutrición que se manifiesta con la hinchazón del vientre y la extrema delgadez de las extremidades.
En el período de un año, ello representa un incremento de hasta 6,7 millones con respecto al total de 47 millones del año pasado. El marasmo y el retraso en el crecimiento pueden dañar de forma permanente a los niños física y mentalmente.
“Los efectos de la crisis del COVID en la seguridad alimentaria van a verse reflejados muchos años después”, dijo el doctor Francesco Branca, director de nutrición de la Organización Mundial de la Salud. “Va a haber un efecto a nivel sociedad”.
Más que nunca, las familias pobres de Latinoamérica, el sur de Asia y el África subsahariana están ante un futuro sin alimentos suficientes. En abril, David Beasley, director del Programa Mundial de Alimentos, advirtió que la economía afectada por el coronavirus provocaría hambrunas globales “de proporciones bíblicas” este año. Existen distintas etapas de lo que se conoce como inseguridad alimentaria: se declara oficialmente la hambruna cuando, junto con otras mediciones, el 30% de la población sufre marasmo.
Venezuela
El Programa Mundial de Alimentos estimó en febrero que un venezolano de cada tres ya estaba pasando hambre, ya que los salarios perdieron casi todo su valor debido a la inflación y obligó a millones de personas a emigrar. Y entonces llegó el virus.
“Los papás de los niños están sin trabajo”, señaló Annelise Mirabal, quien trabaja con una fundación que ayuda a los niños desnutridos en Maracaibo, hasta ahora la ciudad más afectada por la pandemia en Venezuela. “No tienen como comprar comida. Por lo tanto ¿cómo van a alimentar a sus hijos?”, agregó.
En estos días, muchos pacientes nuevos son hijos de migrantes que realizan largos viajes de regreso a Venezuela desde Perú, Ecuador o Colombia, donde sus familias se quedaron sin trabajo y no pudieron comprar alimentos durante la pandemia. Otros son hijos de migrantes que aún están en el extranjero y que no han podido mandar dinero para obtener más alimentos.
“Todos los días se recibe un niño desnutrido”, comentó el doctor Francisco Nieto, que trabaja en un hospital en el estado fronterizo de Táchira. “Parecen niños que no habíamos visto en Venezuela hacía mucho tiempo”, aludiendo a los niños que se ven durante las hambrunas en partes de África.
En mayo, recordó Nieto, después de dos meses de cuarentena, unos mellizos de 18 meses llegaron con el cuerpo hinchado debido a la desnutrición. La madre de los niños estaba desempleada y vivía con su propia madre. Le comentó al médico que sólo los alimentaba con una bebida a base de plátanos hervidos.
¿Ni siquiera “una galletica? ¿Pollo?”, preguntó él. “No”, respondió la abuela de los niños. Para cuando el doctor los examinó, ya era muy tarde: uno de los pequeños murió ocho días después.
Nieto dijo que los grupos de ayuda han proporcionado algo de alivio, pero que su trabajo se ha visto limitado por las cuarentenas de COVID-19. Una casa en Táchira designada para recibir a niños desnutridos después de que son dados de alta del hospital ya dejó de operar, así que ahora los niños son enviados directamente de regreso con sus familias, muchas de los cuales aún no pueden alimentarlos adecuadamente.
“Frustrante”, expresó Nieto. “Se pierde. Ese niño se pierde”.
Medidas
Los directores de cuatro agencias internacionales -la Organización Mundial de la Salud, el UNICEF (Fondo de Naciones Unidas para la Infancia), el Programa Mundial de Alimentos y la Organización para la Alimentación y la Agricultura-han solicitado al menos 2.400 millones de dólares de inmediato para atender el hambre en el mundo, pero incluso más que la falta de dinero, las restricciones al movimiento han hecho que las familias se abstengan de solicitar atención médica, dijo Víctor Aguayo, jefe del programa de nutrición del UNICEF.
“Al cerrar las escuelas, al interrumpir los servicios básicos de atención a la salud, al tener programas de nutrición disfuncionales, también estamos generando un daño”, afirmó Aguayo. Mencionó como ejemplo la suspensión en casi todo el mundo de la entrega de suplementos de vitamina A, que son una forma crucial de fortalecer los sistemas inmunológicos en desarrollo.
En Afganistán, las restricciones al movimiento impiden que las familias lleven a sus niños desnutridos a hospitales para que reciban alimentos y ayuda justo cuando más la necesitan. En el hospital Indira Gandhi de la capital Kabul sólo han sido examinados tres o cuatro niños desnutridos, aseguró el especialista Nematula Amiri. El año pasado había 10 veces más.
Como los niños no están llegando, no hay forma de saber a ciencia cierta la magnitud del problema, pero un estudio reciente efectuado por la Universidad Johns Hopkins dijo que otros 13.000 afganos menores de 5 años podrían morir.
Afganistán se encuentra ahora en una zona roja de hambre, con un incremento en la desnutrición infantil grave de 690.000 niños en enero a 780.000, el 13%, según el UNICEF.
En Yemen, las restricciones al movimiento han impedido la distribución de ayuda, algo a lo que también han contribuido el estancamiento en los salarios y el aumento en los precios. Además, el sufrimiento en el país más pobre del mundo árabe está agudizándose debido a una disminución en las remesas y un descenso en el financiamiento que proporcionan las agencias de ayuda humanitaria.
Yemen se encuentra ahora a punto de caer en la hambruna, según la Red de Sistemas de Alerta Temprana contra la Hambruna, que utiliza sondeos, datos de satélites y mapas meteorológicos para detectar los sitios más necesitados.
Realidad africana
Parte de la peor hambre en el mundo sigue presentándose en el África subsahariana. En Sudán, unos 9,6 millones de personas no saben de dónde saldrá su siguiente comida, un incremento del 65% en comparación con la misma época del año pasado.
Los confinamientos en las provincias sudanesas, en forma similar a lo que ha ocurrido en otras partes del planeta, han afectado profundamente el empleo y los ingresos de millones de personas. Con una inflación de 136%, los precios de los bienes básicos se han incrementado a más del triple.
“Nunca ha sido fácil, pero ahora nos estamos muriendo de hambre, comiendo pasto, hierbas; sólo plantas de la tierra”, dijo Ibrahim Yussef, director del campamento Kalma para desplazados internos en la región afectada por la guerra del sur de Darfur.
Adam Harun, un funcionario del campamento Krinding, en el occidente de Darfur, registró nueve fallecimientos vinculados con la desnutrición —algo raro en otras circunstancias— durante los últimos dos meses: cinco recién nacidos y cuatro adultos mayores, aseveró.
Antes de la pandemia y del confinamiento, la familia Abdalá hacía tres comidas diarias, en ocasiones con pan, o le añadían mantequilla a la avena. Ahora sólo efectúan una comida de avena con mijo. Zakaria Yehia Abdalá, un agricultor que se encuentra en Krinding, dijo que el hambre se ve “en los rostros de mis hijos”.
“No tengo los productos básicos que necesito para sobrevivir”, señaló el hombre de 67 años, que no ha trabajado en las parcelas desde abril. “Eso significa que las 10 personas que dependen de mí tampoco pueden sobrevivir”.
Houndé / Lori Hinant y Sam Mednick / AP